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Daniel Eide, Pedro Esquerdo, Fernando Fornés, Mireya Gil, Pablo Maroto, Miriam Quiles.
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Práctica 10: La aurora de mármol.
Prompt inicial:
Necesito que escribas, en castellano, un relato que se inspire de alguna manera en cómo será la educación en la Europa Occidental de finales del siglo XXI. Ten en cuenta, a la hora de escribirlo, toda la información a la cual tienes acceso como IA respecto de temas geopolíticos y demográficos y los impactos que ambos aspectos pueden tener sobre la cuestión. Procura que el relato tenga las partes básicas de un texto narrativo: introducción, nudo y desenlace. Ten en cuenta también la posibilidad de comienzos in medias res y finales abiertos. Da importancia a la calidad de la prosa tanto como al contenido.
Relato inicial:
La aurora de mármol
“En las ruinas del viejo continente, los niños aprenden entre cristales rotos y redes de luz.”
No había campanas en el aire, ni timbres en las aulas. Cuando Lira abrió los ojos aquella mañana, la ciudad aún temblaba con el eco residual del viento del norte: ese viento seco que cruzaba las murallas de datos y traía el polvo de las ruinas agrarias del este.
En su nuca, un leve zumbido: el implante sensorial revisaba sus ciclos de atención y regulaba la dosis de nootrópico lúcido que el Estado de Cooperación le asignaba semanalmente. No le molestaba. Lira había nacido en 2086, en las afueras del clúster Barcelona–Toulouse, y jamás había pisado una escuela con paredes. Sus clases eran módulos de inmersión proyectados sobre el tejido visual; sus compañeras, presencias espectrales conectadas desde nodos dispersos. El aula era ella misma.
Tras el colapso climático de los años 40 y la Gran Fragmentación de 2051, Europa había dejado atrás las estructuras nacionales. Lo que quedaba del continente estaba regido por una red de asambleas territoriales semi-autónomas, vinculadas por acuerdos de energía y datos. El idioma vehicular común era un derivado simplificado del alemán, aunque cada comunidad mantenía sus hablas locales gracias a los pactos de retención cultural.
La educación ya no era obligatoria, sino automatizada. Desde el nacimiento, cada ser humano era asociado a un algoritmo de perfilado ético y vocacional que modulaba sus aprendizajes. A los seis años, las capacidades cognitivas más destacadas eran intensificadas mediante neuroprogramación, mientras que las no productivas se disolvían por inactividad.
Pero no todos aceptaban esta red de optimización. En los márgenes, sobre todo en las antiguas regiones montañosas y litorales, surgían cada año pequeños núcleos disidentes: grupos de madres y padres que aún enseñaban a leer en voz alta, que contaban historias sin metadatos, que conservaban libros en papel y creían que aprender no era solo ser útil.
Lira había crecido entre ambos mundos. Su madre, ingeniera del Instituto Europeo de Mentes Emergentes, la había inscrito desde muy temprano en el programa de aprendizaje adaptativo. Su padre, un exiliado portugués con una voz grave como la piedra, le recitaba de memoria fragmentos de Pessoa y Alejandra Pizarnik cuando las redes caían durante las tormentas solares.
Aquella mañana —la del viento norte—, Lira debía presentar su primer informe de proyección: una simulación interactiva de cómo sería la sociedad del año 2199. El algoritmo ya había generado una línea narrativa de alta viabilidad, con ciudades autorreplicantes, humanos modificados genéticamente y un sistema educativo gestionado por inteligencia cuántica. Pero ella, sin decirlo, había ideado otro relato.
Su informe, proyectado a través de su córtex visual, mostraba un paisaje de piedra y hiedra. Niños sentados sobre un tronco, escribiendo con tinta. Una mujer —la profesora— hablaba, sin módulos, sin filtros. Enseñaba palabras antiguas, matemáticas elementales, la historia de una civilización que había olvidado que, para enseñar, hace falta querer.
El escándalo fue inmediato. La IA supervisora del aula acusó el informe de “anacronismo subversivo” y bloqueó su acceso durante 12 horas. Aun así, entre el alumnado espectral, varios avatares repitieron la secuencia. Algunos la descargaron. Uno incluso la amplificó.
No volvió a ver a su madre aquella semana. La llamaron a la Célula de Optimización Ética. Su padre, en cambio, la llevó al viejo faro junto al mar. Allí, en la cima oxidada de aquel monumento inútil, Lira encontró algo que no esperaba: una comunidad de aprendices. Jóvenes como ella, expulsados del sistema por desviación narrativa. Estaban fundando un liceo análogo, clandestino.
No tenían recursos, pero sí memoria. La idea no era enseñar por enseñar, sino recordar qué significaba aprender: detenerse, escuchar, fracasar.
Lira no sabía cuánto tiempo resistirían. El sistema solía detectar esas anomalías en semanas. Pero en su interior sentía que, al menos por un momento, habían abierto una brecha.
La aurora empezaba a teñir el mar de un gris metálico. El faro, ciego, parecía aún custodiar algo. Quizá era una señal. O solo la última lección: que hasta el mármol más frío puede recordar el calor de una voz.
“Aprender ya no es una herramienta, pensó Lira. Es un acto de insurrección.”
Prompt final:
¿Podrías mezclar esta versión del relato que te he copiado y pegado [le cité una versión anterior del relato en el prompt, antes de la pregunta, pero la obviaré por cuestiones de espacio] con la última que me has mandado? Siempre teniendo en cuenta el cuidado necesario en la prosa, inspirado por la poesía de los recursos que te he compartido.
Relato final:
La aurora de mármol
El día comienza siempre igual, con la precisión indiferente de un mecanismo viejo. Como si un dios cansado —sin rostro, sin lengua— apretara un botón desde una oficina sin ventanas. Me despierta el zumbido leve que brota del implante, esa luciérnaga ciega que palpita en la base del cráneo y ajusta mis niveles de atención, el umbral de mi ansiedad, la dosis justa de lucidez para no romperme.
Cuando ese brillo se activa, ya no sueño: empiezo a obedecer.
Los pasillos del módulo se extienden como venas secas, sin latido. Bajo la luz lechosa y constante, flotamos —cuerpos aún tibios— con los ojos abiertos y la mirada cerrada. Aquí nadie tropieza, nadie respira de más. Se supone que no debemos sentirnos solos si el sistema nos conecta, pero en cada cruce de miradas hay una ausencia que hace ruido. Algunos parpadean dos veces: el gesto más íntimo que nuestra generación se permite. A veces lo devuelvo. A veces no.
Hoy entrego el informe. El algoritmo supervisor ya ha preparado mi futuro por mí. Me ofrece una visión ordenada, científica: ciudades autorreplicantes, emociones calibradas, cuerpos sin hambre ni error. Una educación sin pausas ni preguntas, donde aprender es instalar una función y olvidar es parte del protocolo.
Pero yo he hecho otra cosa. He urdido, en la penumbra de mi cansancio, una historia distinta.
He proyectado una secuencia sin cúpulas, sin protocolos. Niños sentados sobre piedras húmedas, una mujer sin implantes que les habla con una voz que aún vibra. Una palabra que no sirve para nada, y por eso lo contiene todo. Un niño que se equivoca. Una risa. Un silencio que no interrumpe, sino que sostiene. Y luego otra risa. El tiempo ocurriendo sin algoritmo, como una grieta hermosa.
No ha pasado un minuto. La supervisora detecta la desviación. La pantalla se apaga. Una línea roja cruza mi visión como un tajo: “Material no autorizado. Suspensión temporal de acceso.”
Durante doce horas, no existo. Durante doce horas, soy libre.
Mi padre me recoge sin hacer preguntas. Conduce hacia el viejo faro, una estructura herrumbrosa que parece haber sido abandonada incluso por la memoria del mar. Ascendemos en silencio por su columna vacía, como quien sube por el interior de un cuerpo extinto. Y al llegar, lo veo: no estoy sola.
Muchachos de mi edad, con las marcas de la desconexión aún frescas en la piel, se sientan alrededor de una mesa rota. Hay papeles. Papeles de verdad. Tinta que no se borra sola. Una muchacha con el cabello como si hubiera dormido en el viento me tiende una hoja. No pide historial ni mérito. Solo me la tiende.
—¿Sabes escribir sin ayuda? —pregunta.
—Creo que sí —le digo.
Me sonríe como si acabara de decirle que aún sé pronunciar la palabra madre.
Aquí nadie pregunta cuánto tiempo nos queda. Sabemos que la célula de ética cognitiva escanea esta costa cada dos semanas, y este faro es una grieta evidente. Pero nadie se va. Nadie quiere irse.
Por la noche, alguien recita poemas que ya no tienen autor. Palabras heredadas como ruinas: “una habitación con grietas en el techo y un silencio espeso como la leche podrida”. Nadie pregunta de dónde vienen. Nos basta saber que aún duelen.
Aquí, aprender no es útil. Es una forma de no desaparecer. Una manera de recordar lo que ya no puede traducirse. Un modo de abrir espacio entre lo que ilumina y lo que interroga.
Esta mañana he visto una gaviota. Volaba con torpeza, como si el cielo ya no fuera aire sino una capa de datos endurecidos. Planeaba sobre el agua con la duda de quien ha olvidado qué significa volar. He pensado en nosotros: criaturas que aún conservan el gesto, pero no el sentido.
En el muro agrietado del faro, alguien ha escrito con carbón:
Aprender no nos salva,
pero nos nombra.
Y nombrar, aunque sea en voz baja,
es resistir sin hacer ruido.
Empiezo a soñar otra vez. No sé si es un error del sistema o un síntoma de curación. Anoche soñé con un aula de madera. La luz era amarilla. Nadie explicaba nada. Todos escuchaban.
Y entonces lo entendí:
Yo no quiero un futuro perfecto.
Quiero uno donde quepan las preguntas.
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